Mientras conducía en una de esas largas carreteras del país escuché en la radio 'Los 40 Principales' que a Barack Obama (presidente negro del país más poderoso del mundo, con nombre y apellido de musulmán) recibió el Premio Nobel de la Paz.
Obama tiene dos guerras: en Irak y en Afganistán. El pasado 1 de diciembre el Presidente de EE.UU. envió a Afganistán 30 mil soldados más para que se saquen la madre por allá. Y así lo premian. Ese premio se lo debieron dar al menos a cualquier monjita de la caridad en cualquier parte del mundo.
De acuerdo con un sondeo divulgado esta semana dos de cada tres estadounidenses consideran que Obama no merece el Nobel de la paz. Las razones están de más.
Existe la tendencia de echarle flores al demonio para estar bien con él. Elogiar las cosas mal hechas para congraciarse o conseguir dádivas. Ahora con lo difícil que están las cosas, poder vestir y alimentarse, hay quienes prefieren dar el alma al Diablo, antes que pasar las penurias de la vida.
No creo ahora que ningún mandatario sea meritorio de un Nobel de la Paz. Los jefes de Estado ejercen poder coercitivo, amedrentan a sus conciudadanos, aplican exagerados impuestos y fallan en muchas cosas esenciales como educación, salud y todo lo que conlleva a elevar el nivel de vida a sus ciudadanos.
Se debió escoger a un escritor, médico, cantante, una monja, o cualquier ser humano que nunca haya promovido la guerra ni participado en la misma. Así las cosas, yo propongo para el premio Nobel de la Paz a mi perra Peki.